El amanecer bañaba la ciudad con un resplandor tenue y frío. Las calles, aún cubiertas por una ligera bruma, parecían rendirse ante la calma que precede a una tormenta. En la mansión D’Alessio, el reloj marcaba las seis de la mañana cuando el sonido del agua en la ducha rompió el silencio.
Marcos se miró al espejo. El reflejo que lo observaba no era el del hombre abatido de días atrás. Era el del verdadero D’Alessio: firme, pulcro, con esa mirada que imponía respeto sin necesidad de una sola palabra. Tomó su mejor traje —el gris carbón que solía usar en las reuniones importantes—, una corbata azul oscuro y un reloj de acero que había pertenecido a su padre. Se acomodó el nudo de la corbata con precisión y respiró hondo.
En el comedor, Victoria lo esperaba con una taza de café caliente.
—No sabes cuánto extrañaba verte así —dijo con una sonrisa contenida.
Marcos tomó la taza y le dio un sorbo antes de responder.
—Gracias por no rendirte conmigo.
—No lo iba a hacer —replicó ella—. Ahora