El camino de regreso a casa fue largo y silencioso. El auto avanzaba despacio, cortando la bruma gris del atardecer que empezaba a caer sobre la ciudad. Nadie habló. Ni Victoria, ni Camilo, ni el chofer. Solo el ruido del motor y el golpeteo monótono de las llantas sobre el pavimento acompañaban el regreso.
Victoria, recostada contra el asiento, observaba de reojo a su sobrino. En su rostro ya no quedaba el mismo abatimiento que días atrás lo había convertido en una sombra de sí mismo. Había algo distinto en su mirada: una calma profunda, una serenidad que solo aparece cuando alguien se enfrenta al dolor y decide dejar de huir.
No sabía qué había leído exactamente en esa carta, pero sí sabía que había surtido efecto. Lo notó en la forma en que Marcos sostenía el sobre en sus manos, en cómo miraba el horizonte con una determinación silenciosa. Victoria respiró hondo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitió sonreír. El verdadero Marcos D’Alessio estaba de vuelta.
El cielo se oscure