Dos días habían pasado desde aquella tormentosa cena en el restaurante. La ciudad despertaba lentamente, y la luz de la mañana se colaba a través de los enormes ventanales de la oficina de Marcos. Sin embargo, nada parecía apaciguar el corazón del hombre que entraba al edificio con un aire gélido, más frío que el acero de sus propios negocios. Sus pasos resonaban en los pasillos como golpes secos y pesados; los empleados que lo veían pasar sentían un escalofrío recorrer la espalda. Marcos no parecía el jefe de siempre. Su mirada era cortante, y sus labios, apretados, dibujaban una línea rígida que delataba un malestar profundo, un enojo que estaba a punto de estallar.
Al llegar a su oficina, notó de inmediato un sobre cuidadosamente colocado sobre su escritorio. Lo miró con desconfianza, levantando una ceja. No le gustaba lo que presintió, un presentimiento que se confirmó al abrirlo. Dentro, la carta de renuncia de Isabella se encontraba perfectamente doblada. La lectura fue un golpe