El amanecer llegó sin permiso, colándose entre las cortinas cerradas con una luz grisácea y fría.
Isabella no había dormido en toda la noche. El reloj marcaba las seis y media, pero para ella, el tiempo parecía haberse detenido desde aquel instante en el restaurante en que su mundo se derrumbó.
Tenía la mirada perdida en el techo, los ojos hinchados y ardiendo por tantas lágrimas derramadas.
El corazón le pesaba, como si cada latido fuera una herida que se abría una y otra vez.
En su mente, las palabras que le gritó a Marcos resonaban con fuerza: “Te odio, Marcos. No quiero saber de ti.”
Y aunque lo había dicho con rabia, sabía que el odio no era más que un disfraz pobre para ocultar su amor, un amor que ahora se sentía imposible, cruel… y traidor.
Intentó incorporarse, pero el dolor de cabeza la obligó a sentarse despacio al borde de la cama. Se tomó el rostro entre las manos, respirando con dificultad. La garganta le ardía, los labios resecos, y en su interior, solo había un silenci