El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando Marcos, aún con la camisa arrugada y los ojos rojos, tomó su teléfono con manos temblorosas. La habitación seguía en penumbra, el suelo cubierto de cristales rotos y papeles desordenados. La rabia se había ido… y solo quedaba el vacío.
Marcó el número de Isabella una vez.
Una, dos, tres veces…
Nada.
El tono de llamada se repetía como una tortura, un eco de desesperación que se apagaba cada vez que entraba el buzón de voz. Marcos apoyó la frente en su mano y susurró con la voz ronca:
—Contesta… por favor, Isa… contesta.
Marcó de nuevo.
Y otra vez más.
El teléfono de Isabella vibraba una y otra vez sobre la mesa de noche, en la penumbra de su habitación. Ella estaba sentada en el borde de la cama, con la mirada perdida, sin fuerzas para moverse. Cada vibración era un golpe directo a su pecho, una punzada que la hacía temblar.
Tomó el celular con manos temblorosas. La pantalla iluminó su rostro húmedo de lágrimas. “Marcos Echeverría D’Aless