Isabella subió al taxi con pasos temblorosos, la lluvia golpeaba con fuerza el parabrisas mientras el conductor arrancaba con suavidad. La noche estaba teñida de luces amarillas que se reflejaban en los charcos, y cada destello parecía multiplicar la soledad que la envolvía.
Se acomodó en el asiento, abrazándose a sí misma, sintiendo cómo el frío de la lluvia calaba hasta los huesos de su alma. La cabeza le daba vueltas, su corazón latía descontrolado y cada recuerdo de Marcos le quemaba como fuego. Las lágrimas no tardaron en rodar por sus mejillas, mezclándose con la lluvia que se escurría por el vidrio.
El conductor, un hombre de mirada comprensiva, la observó por el retrovisor.
—Señorita, ¿qué le pasa? —preguntó con suavidad, sin querer ser indiscreto.
Isabella suspiró profundamente, intentando recomponerse, pero su voz temblaba, cargada de dolor.
—He sido víctima del destino —dijo, mientras su mirada se perdía entre las luces y la lluvia—. Pero nada… nada de esto va a detenerme.