El amanecer llegó lento, casi perezoso, bañando la ciudad con una luz grisácea que presagiaba un día extraño. En su elegante casa, Isabella se encontraba sentada frente a su escritorio, con los documentos extendidos sobre la superficie de cristal. Había dormido poco, y aun así su mirada mostraba una firmeza inusual.
Había tomado la decisión. No había vuelta atrás.
El reloj marcó las siete de la mañana cuando su abogado llegó, un hombre de mediana edad, serio, discreto, acostumbrado a manejar casos de alto perfil. Isabella lo recibió con su habitual cortesía, pero sin rastro de emoción.
—¿Está segura, señora? —preguntó él con voz pausada, observándola con cierta preocupación—. Después de esto, no habrá marcha atrás.
Isabella asintió.
—Sí, totalmente. Solo quiero cerrar este capítulo.
El abogado extendió los papeles sobre la mesa y ella, sin titubear, tomó la pluma. Cada firma era como un golpe seco en el pecho, una despedida sin palabras. Mientras lo hacía, pensó en su padre, en su her