La mansión estaba en silencio, apenas interrumpido por el leve tic-tac del reloj de pared. Marcos Echeverría D’Alessio entró con paso lento, como si cada uno pesara toneladas. Dejó el maletín sobre el sillón de cuero y se aflojó la corbata. El aire olía a madera antigua, a recuerdos, a decisiones imposibles.
Sin decir una palabra, caminó hasta la mesa del bar, tomó una botella de whisky y se sirvió un vaso generoso. El líquido ámbar reflejó la luz tenue del candelabro, y por un instante, Marcos se vio a sí mismo en ese reflejo distorsionado: un hombre dividido entre la culpa y el deseo.
Se llevó el vaso a los labios y bebió de un solo trago. Sentía un nudo en el pecho. Estaba por romper la última voluntad de su padre, por pisar el juramento que lo había atado durante años. Pero al mismo tiempo… por fin iba a poder tener un futuro con Isabella, la mujer que amaba.
Victoria apareció en la puerta. Llevaba un chal sobre los hombros, y su expresión era una mezcla de preocupación y ternura.