El reloj digital sobre el escritorio marcaba las 10:17 a. m.
Y seguía sin aparecer.
Marcos D’Alessio no había logrado avanzar en absolutamente nada desde temprano en la mañana. Estaba sentado en su silla de respaldo alto, con la mirada perdida en la pantalla de su portátil, mientras el cursor parpadeaba sobre un informe que no había leído. Las persianas estaban semiabiertas, y el resplandor de la mañana entraba con fuerza en la oficina, bañando de luz el suelo pulido de mármol, pero a él no parecía importarle. Ni el café frío que aún tenía al lado, ni las notificaciones acumuladas en su teléfono, ni los reportes que debía revisar antes del mediodía.
Solo había una cosa en su cabeza.
Una persona.
Isabella Romano.
Y su ausencia.
No era solo que no hubiera llamado. Es que ni siquiera se había acercado a la puerta del edificio. Nadie de seguridad había reportado su presencia. Charlotte tampoco había recibido un solo mensaje. Y lo más humillante para su ego, lo más brutal, era que él —Marc