La sala de la mansión estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz suave que se filtraba a través de los ventanales altos. El reloj marcaba las once de la mañana y, aunque el ambiente se percibía tranquilo, la tensión flotaba como una neblina invisible.
Victoria sostenía una taza de café con ambas manos. Estaba sentada en uno de los elegantes sofás de lino crudo, pero su espalda recta y el leve tamborileo de sus uñas contra la porcelana revelaban que la serenidad era solo una fachada. Frente a ella, Isabella se removía en su asiento, con el rostro más pálido de lo habitual y los ojos marcados por el cansancio de la noche anterior.
—Sofía está descansando mejor —dijo Isabella, intentando llenar el silencio con una noticia positiva—. Ya no tiene fiebre y el médico dijo que si sigue así, mañana podrá levantarse.
Victoria asintió lentamente, pero sus ojos no se apartaban de ella. Su mirada era cálida, pero aguda. Como quien observa no solo lo que se dice, sino lo que se oculta entre la