El sonido de sus pasos resonaba como golpes secos contra el mármol. Eran las 7:47 de la mañana y Marcos D’Alessio caminaba por el vestíbulo de Vanguard Corp. como un general que regresa de una batalla perdida… con sed de otra guerra. Su rostro era una máscara de hielo, la mirada afilada y sin vida, como si todo en él hubiera sido reemplazado por acero. El portero apenas murmuró un “buenos días” antes de recibir una mirada tan cortante que no volvió a intentar saludarlo nunca más.
Las puertas del ascensor se cerraron. El reflejo del CEO en el espejo cromado era el de un hombre contenido, pero a punto de estallar. La mandíbula apretada, los hombros tensos. No había dormido. No porque no pudiera… sino porque no se lo permitió.
Ella no regresó. Isabella Romano —su asistente, su molestia favorita, su constante contradicción— no obedeció la orden. Lo desafió. Se marchó. Y esa afrenta, por pequeña que fuera, era un crimen que no pensaba dejar pasar.
Las puertas se abrieron en el piso 39 y Ch