Los días transcurrieron lentamente en la mansión. El silencio se mezclaba con el suave sonido de los pájaros que anidaban cerca de las ventanas, mientras la brisa movía las cortinas del gran salón. Isabella se había mantenido en completa quietud desde su desmayo. Por fin su cuerpo y su mente empezaban a recobrar fuerzas, y aunque todavía se sentía algo cansada, su semblante lucía mucho mejor.
Aquella mañana había desayunado un poco de pan tostado con el caldo que Fernando le había preparado; él seguía visitándola cuando podía, asegurándose de que no le faltara nada. Sofía, en cambio, pasaba la mayor parte del día en el colegio, concentrada en un proyecto escolar que la tenía emocionada.
Isabella disfrutaba de esa calma tan poco común en su vida. Había aprendido a valorar el silencio, los pequeños detalles, y ese aroma a jazmín que parecía flotar por toda la casa.
Estaba recostada en el sofá, con una manta ligera sobre las piernas y un libro entre las manos, cuando el teléfono comenzó