El reloj del salón marcaba las once de la mañana cuando Isabella abrió lentamente los ojos. La fiebre había cedido, y la pesada sensación en su cuerpo comenzaba a disiparse. La brisa suave que entraba por las ventanas abiertas traía consigo el olor fresco del jardín.
Se incorporó con algo de esfuerzo, arropada con una manta ligera, y notó la bandeja sobre la mesa de centro. El tazón con el caldo aún tibio le recordó la voz tranquila de Fernando y el modo en que había insistido en que descansara.
A lo lejos, escuchó el sonido del televisor y el murmullo bajo de una voz conocida. Al girarse, lo vio sentado en uno de los sillones, revisando algo en su teléfono. Cuando notó que ella lo miraba, sonrió con ese gesto apacible que siempre lograba calmarla.
—Parece que alguien se siente mejor —comentó, dejando el móvil a un lado.
—Un poco —respondió ella con voz suave—. Supongo que el caldo hizo efecto.
—Te lo dije —dijo él acercándose—. No hay nada que ese caldo no cure.
Isabella soltó una ri