Las calles pasaban ante sus ojos como manchas borrosas tras el vidrio del taxi. Isabella no lograba pensar con claridad. Sentía el pecho apretado, el corazón golpeando como un tambor desbocado. No podía dejar de imaginar a Sofía acurrucada en la cama, temblando de fiebre, sin su voz, sin su presencia. El recuerdo de la niña con sus trenzas alborotadas y esa sonrisa traviesa era lo único que la empujaba hacia adelante.
Pagó el trayecto con manos temblorosas y subió corriendo las escaleras. El sudor le corría por la espalda, mezclado con el miedo. Ese miedo antiguo, ese pánico de perder lo único que tenía en el mundo. Esa pequeña vida que dependía de ella más que nadie.
Abrió la puerta con torpeza y apenas entró, el silencio de la casa la recibió con un peso extraño. El aire era denso. Silencioso. Apenas roto por una tos seca y un quejido desde la habitación.
—¡Sofía! —llamó, lanzando el bolso sobre el sofá.
Julia apareció desde el pasillo con expresión preocupada. Se secaba las manos c