La oficina estaba sumida en un silencio casi sagrado. Afuera, la ciudad aún dormía bajo un cielo oscuro salpicado de estrellas, y solo unos tenues reflejos de faroles callejeros entraban por los ventanales del último piso de Vanguard Corp. Era esa hora incierta entre la noche y el día, donde todo parece suspendido, donde los pensamientos pesan más y los sentimientos se niegan a esconderse.
Marcos D’Alessio no había dormido ni un segundo. Seguía allí, de pie, con la mirada clavada en el perfil dormido de Isabella Romano. Ella, envuelta en su chaqueta, respiraba con suavidad, como si el mundo exterior no pudiera alcanzarla. La vio encogida sobre el sofá, con las piernas ligeramente recogidas y los labios entreabiertos. Parecía tan vulnerable, tan diferente a la mujer decidida que lo enfrentaba cada día en la oficina.
Y, sin embargo, esa dualidad lo desconcertaba… y lo atraía sin remedio.
Había conocido muchas mujeres. Demasiadas. Ninguna lo había alterado de este modo. Ninguna había con