La noche ya había caído sobre la ciudad. Desde las enormes ventanas del despacho de Marcos D’Alessio se alcanzaban a ver las luces titilantes de los edificios, un reflejo urbano que parecía bailar sobre los vidrios oscuros. El reloj marcaba casi las nueve, y en la oficina solo quedaban ellos dos. El silencio era tan denso que cualquier palabra podía romperlo como un cristal.
Isabella Rivera repasaba por tercera vez el documento, aunque en realidad ya estaba listo desde hacía horas. Su mente estaba dividida: por un lado, la sensación de estar atrapada allí con Marcos; por otro, los mensajes de Fernando que aún seguían llegando a su celular, vibrando sobre el escritorio como si le recordaran lo que estaba perdiendo.
—Señor D’Alessio… —se atrevió a decir, con voz cansada pero firme—. El proyecto ya está más que revisado. Creo que es suficiente por hoy.
Marcos levantó la mirada lentamente, con esa calma que solo escondía su autoridad. Dejó el bolígrafo sobre el escritorio y se inclinó hac