El sol de la mañana se filtraba por los grandes ventanales de la empresa D’Alessio Group, iluminando los pisos de mármol que parecían espejos. Isabella avanzaba con paso firme, aunque por dentro no podía evitar sentir un torbellino de emociones. Su corazón aún estaba resentido por lo que había descubierto la noche anterior, pero había tomado una decisión: no dejaría que Marcos notara su fragilidad.
Con cada paso, su elegancia natural se mezclaba con una frialdad cuidadosamente ensayada. No estaba allí como una mujer despechada, sino como una profesional que sabía manejarse en cualquier terreno.
Charlotte levantó la mirada del ordenador. Apenas la vio, una sonrisa pícara se dibujó en sus labios.
—¡Isabella! —la saludó en voz baja, casi cómplice—. Justo a tiempo. El señor D’Alessio me pidió que, en cuanto llegaras, fueras directamente a su oficina. Te está esperando.
Isabella arqueó una ceja, sorprendida por el tono con el que lo dijo.
—¿Esperándome? —repitió, fingiendo indiferencia.
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