El auto se estacionó suavemente frente a la imponente mansión de Marcos. El silencio de la noche cubría todo el lugar, interrumpido solo por el sonido lejano de los grillos y el crujido de la grava bajo las llantas. Marcos descendió del coche con paso relajado, aunque por dentro aún llevaba en la piel la calidez de la velada: el baile, las luces, las miradas de Isabella…
Cruzó el amplio vestíbulo con la intención de subir directamente a su habitación, pero al abrirse las puertas principales se encontró con una figura que lo esperaba. Allí estaba Victoria, sentada en uno de los sillones del salón principal. Vestía una bata de seda clara, simple pero elegante, que revelaba que ya se había preparado para dormir. Sin embargo, su porte seguía siendo el de siempre: sereno, firme, imposible de ignorar.
—Marcos —dijo con una leve sonrisa—. Al fin llegas.
Él parpadeó sorprendido.
—¿Tía? No sabía que todavía estabas despierta.
Victoria lo observó con esa mirada profunda que pocas veces usaba, m