El motor del coche ronroneaba suavemente mientras avanzaban por las calles iluminadas. Afuera, las farolas proyectaban destellos dorados sobre los edificios y el asfalto húmedo reflejaba las luces como si fueran diminutas estrellas caídas del cielo. Dentro, el silencio estaba cargado de una calma agradable, de esa que queda después de una noche intensa.
Isabella se acomodó en el asiento, aún con el pulso acelerado, y dejó escapar una risa suave.
—Ha sido una noche estupenda —dijo, girando el rostro para mirarlo—. Gracias… de verdad, Marcos. Sé que estos bailes no son lo tuyo, y aun así aceptaste acompañarme.
Marcos, con las manos firmes sobre el volante, sonrió de medio lado sin apartar la vista del camino.
—No son lo mío, es cierto… pero esta vez valía la pena.
Ella ladeó la cabeza, con una mezcla de ternura y curiosidad.
—¿Por el dinero para el orfanato?
—Por eso… y por ti —contestó él sin vacilar.
Isabella sintió un leve calor subirle al rostro, no por la calefacción del coche, sin