El cielo comenzaba a teñirse de naranja, y el aire fresco del atardecer acariciaba suavemente los jardines de la casa. Isabella, vestida con un suéter ligero y unos jeans sencillos, caminaba descalza por la terraza de madera mientras sostenía una taza de té y revisaba correos en su celular. Disfrutaba de esos raros momentos de calma en los que no tenía que fingir, ni complacer a nadie, ni usar una máscara.
De pronto, su teléfono vibró. La pantalla se iluminó con un nombre que le hizo detenerse en seco.
Victoria Sinisterra.
Frunció el ceño. Qué oportuna. Qué precisa.
Dudó. Por un momento pensó en dejarla sonar. Pero algo dentro de ella, quizás pura intuición, le dijo que esa llamada no era fortuita. Respiró profundo y contestó.
—¿Victoria?
—Hola, Isabella, querida —respondió la voz del otro lado, con una calma elegante, casi ensayada.
—Buenas tardes —dijo Isabella, cautelosa, mirando hacia los árboles como si buscaran darle alguna señal—. ¿A qué debo la llamada?
Victoria rió levemente,