La ciudad resplandecía desde el asiento trasero del auto, pero Isabella no la miraba. Tenía la cabeza recostada contra el vidrio, la mirada perdida en la oscuridad de la noche, y las manos entrelazadas sobre las piernas con una tensión apenas disimulada. El chofer no dijo una palabra. Sabía, como muchas veces antes, que su pasajera necesitaba silencio más que conversación.
Isabella regresaba a casa, pero no podía decir que volvía tranquila. El aire dentro del coche se sentía denso, como si las palabras no dichas entre ella y Marcos aún flotaran en el ambiente. Aún podía sentir sus labios sobre los suyos. Aún temblaba con el recuerdo de su cuerpo entre el suyo. Y, sobre todo, aún llevaba en la piel esa mezcla de fuego y culpa que no sabía cómo apagar.
Cerró los ojos un instante. El peso de lo que acababa de ocurrir en la oficina aún le caía encima como una lluvia lenta, constante, imposible de ignorar. Lo había hecho. Había cruzado la línea. Otra vez. Había vuelto a los brazos de un ho