La respiración de Isabella se volvió cada vez más irregular mientras sus ojos seguían fijos en él. Marcos no se movía. La tenía entre sus brazos, y sin embargo no apresuraba nada. No era deseo lo que hablaba en ese silencio espeso, era algo mucho más hondo: la certeza de que, a pesar de todo, seguían eligiéndose. A pesar del dolor. A pesar del contrato. A pesar del mundo.
Isabella alzó la mirada, y en esos segundos todo quedó suspendido. El murmullo distante de la ciudad apenas llegaba a la oficina, y solo la lámpara del escritorio mantenía la penumbra cálida del lugar. La tenue luz bañaba sus rostros con un dorado íntimo, imperfecto, real.
Entonces fue él quien primero se atrevió. Con la yema de los dedos, le rozó el mentón, luego la mejilla, como si memorizara la forma de su rostro. Le acarició el cuello, la clavícula, y cuando sus manos bajaron lentamente por sus hombros hasta detenerse en su cintura, Isabella cerró los ojos. No había prisa. Solo verdad.
—Llevamos demasiado tiempo