Había pasado más de una hora desde que la enfermera salió de mi habitación prometiendo traer al médico, pero nadie había regresado.
Nada. Ni una voz, ni un paso. El silencio me estaba volviendo loca.
Volví a tocar el botón de la campanilla que colgaba sobre mi cama.
Una, dos, tres veces… quince minutos y nada. El sonido insistente y agudo ya era parte del ambiente, pero a nadie parecía importarle.
Finalmente, dos toques suaves en la puerta rompieron el silencio.
—¡Pase! —grité con voz tensa, casi afónica de tanto esperar.
Un hombre de mediana edad asomó la cabeza por el marco de la puerta. Su sonrisa era tranquila, casi fuera de lugar con mi nivel de ansiedad. Entró con paso pausado.
—Soy César, el médico que está a cargo de usted —dijo mientras se acercaba y me extendía la mano. La estreché casi por reflejo, pero mi mirada lo taladraba.
—¡Al fin! Tengo algunas preguntas que hacerle —le solté sin rodeos—. ¿Cómo está Jack, mi amigo?
Su sonrisa comenzó a borrarse lentamente, y con un