Llegué a la oficina más temprano que nunca. Los tacones resonaban con fuerza en los pasillos, aunque por dentro me costaba incluso respirar.
El espejo del ascensor me devolvió un reflejo descompuesto. Maquillaje impecable, cabello peinado, postura erguida. Nadie podría notar que por dentro estaba rota. Ni siquiera yo.
Pero Fabián no se merecía verme destruida. No después de todo.
Me senté en mi escritorio, fingiendo revisar informes que no leía. Pasaban los minutos, las horas, y él no salía de su oficina. No preguntó por mí. No envió un mensaje. No me miró.
Hasta que no pude más. Me levanté, caminé con pasos firmes hasta su puerta y la abrí sin tocar.
Él levantó la vista, sorprendido. Pero no dijo nada.
—Necesito hablar contigo —dije, conteniéndome. Mis manos temblaban, pero mi voz era firme.
Fabián se recostó en su silla con esa frialdad que ya empezaba a odiar.
—No hay nada que hablar, Ana.
—¿Cómo que no hay nada que hablar? —me acerqué al escritorio, apretando los puños—. Me mentis