Solté un suspiro largo. Me sentía derrotada, pero no estaba lista para rendirme. No esta vez. No cuando aún sentía que algo dentro de él seguía siendo mío.
Me incorporé despacio y caminé al baño. Me refresqué el rostro, me recogí el cabello y decidí empacar algunas cosas. Mañana no era día de oficina, así que si había una mínima oportunidad de acercarme a Fabián, no iba a desaprovecharla. Eché un par de mudas de ropa, mi neceser ya algunas cosas sin pensar mucho.
Al salir, el corazón me dio un vuelco.
Allí estaba.
Fabián. Esperándome.
Apoyado contra su auto con los brazos cruzados, su figura recortada bajo la luz tenue del poste del frente. Su mirada no decía mucho, pero su presencia lo gritaba todo.
Me acerqué en silencio. Él abrió la puerta del copiloto sin decir una palabra. Me subí sin hacer preguntas. El motor rugió suave, y pronto nos alejamos, dejando atrás la noche callada y los fantasmas de mi cuarto.
El camino hasta la mansión fue tranquilo. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí presión, ni rabia contenida, ni esa tensión sofocante que nos venía persiguiendo. Solo un silencio cómodo… como si el universo nos diera una tregua.
Apenas cruzamos la reja principal, el ambiente era distinto. Pacífico. Cálido. Había algo en el aire que me hizo respirar hondo y sentir, por un segundo, que las heridas podían sanar.
Bajé del auto y antes de que pudiera decir algo más, me volteé hacia él.
—Fabián, voy a recuperarte —dije con firmeza, con esa convicción que nace del amor verdadero. No era una súplica. Era una promesa.
Fabián no respondió con palabras. Solo se acercó, me tomó en sus brazos, como si no pudiera cargar más su propia coraza, y me llevó directo a la habitación.
Me recostó con cuidado en la cama, se quitó la camisa y se metió junto a mí. Me abrazó por la cintura y apoyó su rostro en mi cuello. Su respiración era lenta… profunda.
Lo sentí rendirse. Por fin.
Y sin decir nada, cerró los ojos junto a mí.
Dormimos así, fundidos en el silencio de la madrugada, como si el amor —ese que aún resistía entre los dos— nos hubiese reclamado de nuevo para sí.
Desperté envuelta en sus brazos. La calidez de su pecho contra mi espalda me hizo pensar, por un segundo, que todo estaba bien. Que quizá esa madrugada había sido un punto de retorno. No me quise mover, solo deseaba quedarme ahí, con los ojos cerrados, fingiendo que el mundo no existía.
Pero de repente, el sonido de su celular quebró la quietud.
Fabián estiró el brazo con pereza y contestó medio dormido, su voz rasposa por el sueño:
—¿Sí?... Ya mismo voy para allá.
Se incorporó de inmediato, como si lo hubieran jalado de la cama con una cuerda invisible.
—Fabián… —murmuré sin atreverme a girarme del todo—. No quiero que vayas.
Él se detuvo, me miró desde el borde de la cama con una expresión que me atravesó como un cuchillo.
—No eres nadie en mi vida, más que mis aventuras de noche —espetó con un desprecio tan gélido que el alma se me encogió.
Me quedé congelada. Las sábanas pesaban como si me aplastaran el pecho. El baño fue mi refugio improvisado para no llorar frente a él. Me lavé la cara, tratando de borrar las palabras que acababa de escuchar. Pero al salir, lo vi ya casi listo, vistiéndose con prisa.
—¿Vas a volver hoy? ¿O no regresarás? —pregunté sin titubear, enfrentándolo con la poca dignidad que me quedaba.
—Lárgate si quieres. Este fin de semana lo pasaré con Verónica —dijo con una sonrisa apenas visible, casi burlona, como si lo dijera para provocarme. Para que imaginara cada segundo de lo que harían juntos.
Lo miré, dolida, pero con firmeza.
—Fabián, si pasas esa puerta, olvídate de esta m****a. Se acabó. No me voy a prestar a ser tu maldito juguete —dije al borde del llanto, pero con un hilo de furia que me sostenía.
Él se detuvo un segundo en el umbral de la puerta, me miró con frialdad.
—Ni te atrevas a amenazarme. Recuerda que tú elegiste ser una más —dijo seco, cruel, y sin mirar atrás, salió azotando la puerta.
El silencio que quedó fue ensordecedor. Lo único que rompía el aire era mi respiración entrecortada.
Me senté al borde de la cama, temblando, sin saber si llorar o gritar. Pero no podía quedarme un minuto más ahí. Recogí mis cosas lo más rápido que pude, empujando cada prenda en el bolso mientras trataba de contener el llanto.
Salí de la mansión como si huyera de un incendio.
El taxi parecía moverse más lento de lo normal. En cada semáforo, cada cruce, me repetía lo estúpida que era. ¿Cuántas veces más iba a dejar que él jugara conmigo? ¿Cuánto más iba a seguir idealizando a alguien que claramente no me respetaba?
Me abracé las piernas al llegar a casa. Me encerré, bajé las persianas. Me quité la ropa sin ganas. Lo único que quería era llorar hasta dormirme. O hasta dejar de sentir.
Y en el fondo, entre todo ese caos emocional, una sola frase se repetía en mi mente como eco:
*"Esta vez sí se acabó."*