Salí de la oficina de Fabián con el alma hecha trizas. Sentía que apenas podía caminar. Los tacones me dolían, los ojos me ardían, y la garganta me quemaba por todo lo que no pude gritar.
Me senté en mi escritorio como una autómata, fingiendo que trabajaba mientras mi mente estaba en otra parte. Miraba de reojo la puerta de su oficina, rogando en silencio que regresara. Que entrara de nuevo solo, sin Verónica. Que me buscara. Que me dijera algo, lo que fuera… aunque fuera una pelea. Pero no volvió. La jornada laboral continuó, cruel e interminable. Cada segundo frente al computador era un tormento. Quería desaparecer. Quería que el día acabara ya. Pero me quedé, fingiendo normalidad ante todos, aunque por dentro me estaba desmoronando. Cuando por fin el reloj marcó la hora de salida, recogí mis cosas sin saludar a nadie. Sentía el cuerpo pesado, como si llevara encima una mochila cargada de decepción. Llegué a casa, y apenas cerré la puerta, me quité los tacones con furia y me recosté un segundo en el sofá, agotada. Preparé algo sencillo para cenar —un arroz insípido y un pedazo de pollo que ni probé—. No tenía hambre. Solo tenía ansiedad. Antes de dormir, me quedé mirando la pantalla de mi celular como si fuera un oráculo. Dudé unos segundos, pero al final escribí: **—¿Dónde estás? ¿Podría ir a la mansión esta noche?** Me iba a jugar todo. Todo por recuperar su confianza, por demostrarle que no había nada más en mi vida que no fuera él. Que nunca lo traicioné. Que todo lo que aún sentía seguía intacto, esperándolo. Pero no hubo respuesta. Nada. La pantalla siguió muda, como su corazón. Me quedé con el celular en la mano, esperando. Mirando el techo. Con la respiración contenida, como si eso fuera a evitar que las lágrimas volvieran. Y así, sin saber en qué momento, el sueño me venció. Me dormí aferrada al teléfono, como si al menos eso pudiera acercarme un poco más a él. ————- Un golpe seco en la puerta me despertó de golpe. Parpadeé confundida. La habitación estaba a oscuras, y mi celular, aún en mi mano, seguía sin respuesta. El corazón me latía a mil. Volvieron a tocar. Esta vez más fuerte, más impaciente. Me levanté como pude, con el cuerpo aún cansado y la mente nublada por el sueño. Me acerqué a la puerta con cautela, sin saber qué esperar. Cuando la abrí, un escalofrío me recorrió la espalda. Era Fabián. Mojado por la llovizna, los ojos rojos, ojeroso… y con esa furia contenida que tanto me desarmaba. No dijo una palabra. Solo me miró. —¿Qué haces aquí? —pregunté en voz baja, apenas encontrando mi voz. Él entró sin esperar permiso. Caminó hasta la sala como si conociera cada rincón, como si aún tuviera derecho a todo. —¿Dónde carajos estabas anoche? —fue lo único que dije, con la garganta apretada. Él se giró y me miró como si eso no importara. Como si todo lo demás se hubiera quedado atrás. —¿Creíste que podías escribirme esa m****a de mensaje y dormir como si nada? —dijo con la voz ronca, cargada de rabia—. ¿Creíste que me iba a quedar tranquilo imaginándote esperándome en la mansión? ¿O con Thomas en tu cabeza? —Fabián, basta —susurré. Pero era inútil. Ya estaba desbordado. Se acercó, acortando la distancia en segundos. Me agarró de la cintura con fuerza, y antes de que pudiera decir algo más, me besó. No fue un beso suave. Fue un reclamo. Fue rabia, frustración y deseo comprimidos en un solo movimiento. Me tomó por sorpresa, pero no me resistí. Lo deseaba. Lo había estado esperando toda la noche. Me apretó contra él, respirando agitado. —No puedo sacarte de mi maldita cabeza, Ana… —susurró entre dientes, contra mi cuello—. Me vuelves loco, ¿entiendes? ¡Loco! Su boca recorrió mi piel con desesperación, como si necesitara comprobar que aún era suya. Me alzó con un solo movimiento y me llevó hasta el sofá, tirando mi cobija al suelo. Su cuerpo cayó sobre el mío, cálido, salvaje, hambriento. Y ahí, en medio del silencio de la noche, entre jadeos, miradas rotas y caricias llenas de reproche, volvimos a hacer el amor. Esta vez fue diferente. Fue rudo, tenso, lleno de palabras entrecortadas y rabia contenida. Y aún así… nos fundimos como si fuera la última vez. Cuando terminó, se quedó en silencio. Su pecho subía y bajaba con fuerza. Yo también estaba sin aliento, enredada entre las sábanas del sofá, con los ojos clavados en él. —¿Y ahora qué, Fabián? —dije con la voz ronca, rota, pero sincera—. ¿Vas a quedarte esta vez? ¿O vas a volver a tratarme como si fuera una más? Él me miró, pero no respondió. Se levantó, tomó su chaqueta y caminó hacia la puerta. La abrió… y por un segundo pensé que se iría de nuevo. Pero se detuvo. —Dúchate, cámbiate… y vuelve conmigo a la mansión —dijo sin mirarme.