Salí de la oficina de Fabián con el alma hecha trizas. Sentía que apenas podía caminar. Los tacones me dolían, los ojos me ardían, y la garganta me quemaba por todo lo que no pude gritar.
Me senté en mi escritorio como una autómata, fingiendo que trabajaba mientras mi mente estaba en otra parte. Miraba de reojo la puerta de su oficina, rogando en silencio que regresara. Que entrara de nuevo solo, sin Verónica. Que me buscara. Que me dijera algo, lo que fuera… aunque fuera una pelea. Pero no volvió.
La jornada laboral continuó, cruel e interminable. Cada segundo frente al computador era un tormento. Quería desaparecer. Quería que el día acabara ya. Pero me quedé, fingiendo normalidad ante todos, aunque por dentro me estaba desmoronando.
Cuando por fin el reloj marcó la hora de salida, recogí mis cosas sin saludar a nadie. Sentía el cuerpo pesado, como si llevara encima una mochila cargada de decepción. Llegué a casa, y apenas cerré la puerta, me quité los tacones con furia y me recosté