Capítulo 26

Salí de la mansión con desesperación, como si me estuviera escapando del incendio que él mismo había provocado. Tomé un taxi a la carrera, y apenas me senté, las lágrimas empezaron a caer sin control. No podía perderlo. No a Fabián. No así.

Porque, a pesar de todo, yo seguía profundamente enamorada de él.

Llegué a casa, me cambié con rapidez —más por inercia que por lógica— y salí de nuevo, esta vez rumbo a la oficina, con el corazón palpitando en la garganta. Al llegar, todos ya estaban en sus puestos. Me acomodé con discreción, intentando no llamar la atención.

Entonces recordé el mensaje de mi papá. Suspiré y le respondí con un nudo en el pecho:

*"Papá, si deseas vender la casa en Frauder, hazlo… al final es tuya. Pero no me mudaré. Me quedaré aquí, trabajaré, buscaré algo para rentar. No te preocupes."*

Apenas envié el mensaje, sentí una mirada clavada en mí como un puñal. Levanté los ojos y me encontré con Fabián. Su expresión era dura, completamente fría.

—Ni siquiera en el trabajo puedes dejar de mensajearte y esconder cosas —dijo con veneno en la voz, y desapareció hacia su oficina.

Me harté.

No iba a permitir más esto.

O lo recuperaba y le ganaba de nuevo la confianza…

O me lo arrancaba del corazón de una vez por todas.

Sin pensarlo dos veces, lo seguí con pasos decididos. Abrí la puerta de su oficina sin tocar. Él alzó la mirada, molesto, y habló con desgano.

—¿Qué quieres? —espetó, como si mi presencia le estorbara.

Me paré frente a él, temblando por dentro pero firme por fuera.

—Fabián, no aguanto esto más. Te lo ruego… vuelve a confiar en mí. —Saqué el celular se lo tendí—. Toma. Revísalo. Lee lo que quieras. Ya no quiero esconderte nada. No hay hombres, no hay mentiras, solo problemas de mi familia. Pero tú… tú me haces sentir culpable por todo. Yo no te fallé. Por favor… vuelve a amarme como antes.

Las lágrimas estaban a punto de traicionarme, pero no me importó. Él me miraba. Sorprendido. Inmóvil. Como si no supiera qué hacer con lo que acababa de decirle.

—Ana, yo…

No terminó.

Porque en ese instante, la puerta se abrió y entró Verónica, como una sombra inoportuna que siempre llegaba a arruinarlo todo.

—¿Fabián? ¿Interrumpo algo? —preguntó con una sonrisa venenosa. Me lanzó una mirada de asco—. Necesito que me acompañes a…

Se quedó en silencio, mirándome de arriba abajo, como queriendo que me esfumara de una vez.

—Por favor, Fabián… —añadió, acercándose de manera teatral—. Ayy… me duele de nuevo la cabeza… —gimoteó, fingiendo una fragilidad que no le creía nadie.

Y entonces, como si todo lo que yo había dicho un segundo antes no significara absolutamente nada, Fabián se levantó de su silla de un salto y fue directo hacia ella.

—Vamos, Verónica. Mejor vámonos al hospital —dijo, tomándola en brazos como si fuera una princesa herida.

Me quedé ahí. Helada.

Con la mano aún extendida, el celular temblando en mis dedos.

Sintiendo que todo dentro de mí se rompía en pedazos.

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