—Pequeña traviesa… —susurró Fabián, con una sonrisa peligrosa dibujada en sus labios mientras sus ojos me devoraban sin pudor—. Me encanta verte así… retorcerte por mí.
Su voz me envolvía como un hechizo. Su cuerpo estaba pegado al mío, tan cerca, tan tibio, que cada palabra suya se deslizaba directo entre mis piernas. —Eres mía. Mía. Solamente mía, Ana Gutiérrez —me murmuró al oído, lamiendo suavemente el lóbulo mientras sus dedos comenzaban a explorarme con una seguridad letal. Su mano se coló por debajo de mi ropa interior, que ya estaba húmeda, completamente empapada por el deseo que me provocaba. Cuando sus dedos rozaron mi clítoris, cerré los ojos y dejé escapar un gemido ahogado, traicionando toda la contención que había intentado mantener. —Tan mojada para mí... —gruñó, excitado, mientras presionaba con movimientos circulares y precisos. No podía soportarlo más. Mi cuerpo le rogaba. Temblaba, encendida. Las piernas apenas me sostenían. Fabián lo sintió. Se estremeció con mi gemido y, de pronto, me giró con una mezcla de urgencia, hambre y posesión brutal. Me empujó suavemente contra el lavamanos del baño, alzándome la falda con una mano mientras con la otra desabrochaba su pantalón con rapidez. —No puedo seguir jugando contigo mucho más —dijo con una sonrisa cargada de picardía oscura, mientras bajaba mi ropa interior con los dientes, haciéndome jadear. En segundos, su miembro me rozó, caliente, duro, y palpitante. —Pídemelo —exigió, apretando mi cadera con fuerza. —Hazme tuya, Fabián… ahora… —suplicaba entre jadeos. Y entonces me tomó. Me invadió de una sola estocada, con fuerza, llenándome por completo. Solté un grito ahogado de puro placer y mis manos se aferraron al borde del lavamanos con desesperación. Sentía cómo me abría, cómo me tomaba sin reservas, cómo me hacía suya. Se movía dentro de mí con ritmo firme y profundo, golpeando justo donde más lo necesitaba. La fricción era deliciosa, cruda, adictiva. El sonido húmedo y rítmico de nuestros cuerpos chocando llenaba el espacio pequeño del baño. Jadeaba su nombre, le rogaba que no se detuviera, que me rompiera, que me hiciera suya una y otra vez. —Dios… eres tan apretada… tan perfecta… —gruñía con los dientes apretados, hundiéndose más profundo con cada embestida. Su mano se deslizó por mi espalda, luego me tomó del cuello con suavidad mientras lamía mi oreja, susurrando con ternura y deseo: Mi cuerpo se estremecía, convulsionando de placer mientras él me llenaba con su calor, gimiendo en mi oído, quedándose dentro de mí unos segundos más… hasta que su respiración también se quebró en un suspiro de alivio. Nos quedamos así, fundidos, temblorosos. Nos arreglamos con rapidez, aunque aún llevábamos el deseo pegado a la piel. Él tenía reuniones importantes, pero antes de salir, me tomó del rostro y me besó con una dulzura feroz, como si ese beso sellara algo más grande que un simple encuentro. Tan solo seis meses atrás, nuestras vidas no se habían cruzado. ¿Quién iba a decirme que terminaría tan profundamente enamorada? *SEIS MESES ATRÁS * Siempre me consideré una chica rebelde. Mimada, consentida, acostumbrada a que todos quisieran estar cerca de mí. Mi vida era un desfile de lujos y diversión. Lo único malo eran mis padres: estrictos hasta la médula. No me dejaban salir hasta tarde, ni compartir mucho con mis amigos. Vivía en una burbuja. Y tal vez, solo tal vez, ese fue el gran error. —¡Ana! ¡Ana! ¡ANAAAA! —gritaba mamá desde su habitación. —Necesito que elijas rápido la otra carrera que vas a estudiar, necesitas tener dos carreras por lo menos. No quiero verte en esta casa sin hacer nada —insistía con su tono autoritario de siempre. —¡Mamá, ya lo haré! Pronto decidiré mi futuro —respondí, intentando sonar convincente. Lo que ella no sabía es que ya había tomado una decisión: me iba a mudar. A Frunder, una ciudad que parecía sacada de un sueño. Mis papás tenían allá una casa espectacular y siempre me trataron como a una princesa. Seguramente no se negarían a dejarme ir, solo recordaba cada vez que iba de vacaciones, me sentía libre, especial... viva. Así que preparé mi argumento: les dije a mis padres que tenía más oportunidades académicas en esa ciudad. Al principio dudaron, pero finalmente lo aceptaron. Y ahí, justo ahí, fue donde todo comenzó.