Corrí.
Ni siquiera me detuve a pensarlo, simplemente corrí. El corazón me latía tan fuerte que dolía, el alma se me desgarraba entre cada paso y el aire parecía no alcanzarme. Pero ahí estaba él, subiendo a su carro, con la rabia en el cuerpo y el orgullo hecho puños. No podía dejarlo ir así. No después de todo.
—¡Fabián! —grité desde la entrada, y él se detuvo en seco.
Volteó. Y en sus ojos vi una tormenta. Dolor. Orgullo. Furia. Y algo más… eso que siempre me quiebra: él, dolido, por mí.
—No te vayas —dije en un susurro jadeante mientras me acercaba—. ¡No te vayas, maldita sea! ¡Te odio! ¡Te juro que ahora mismo te odio con todo lo que soy…! —le dije entre lágrimas—. Pero no quiero que te vayas. ¡No puedo! Estoy atrapada, Fabián… Estoy jodida por ti y esta mierda no me deja pensar.
Él dio dos pasos hasta mí. Me sujetó de los brazos, con fuerza, como si temiera que fuera a desaparecer.
—Ven acá —susurró, con voz temblorosa.
Y me abrazó.
Con esa desesperación que dice *no me dejes, no