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Capítulo 4 – Primer acercamiento

Sofía no entendía qué estaba pasando.

Durante años, había perfeccionado el arte de pasar desapercibida. Su mundo era un lugar silencioso, hecho de libros, dibujos y rutinas cuidadosamente elegidas para evitar el contacto con los demás. Nadie se fijaba en ella, y ella prefería que así fuera. Hasta ahora.

Desde que Max Smith había empezado a hablarle, su burbuja de invisibilidad se había resquebrajado. Al principio pensó que sería algo momentáneo. Una casualidad. Una equivocación. Pero los días pasaban y él seguía allí. Aparecía en los pasillos, se detenía frente a su casillero, la esperaba a la salida de clase, e incluso —lo más sorprendente de todo— se sentaba a su lado en la biblioteca, su refugio sagrado.

Sofía había pasado del desconcierto a la sospecha, y de ahí, al desconcierto de nuevo. No entendía qué pretendía un chico como él. Max Smith era el tipo de persona que parecía vivir en una dimensión diferente: con autos que costaban lo mismo que una casa, ropa de diseñador, amigos que lo idolatraban y una sonrisa que conseguía lo que fuera.

Y sin embargo, ahí estaba.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Max esa tarde, como si necesitara su permiso para hacerlo.

Ella cerró su cuaderno con lentitud, evitando mirarlo directamente. Aún no sabía por qué no podía simplemente decirle que no. Sabía que debía protegerse. Pero había algo en su voz, en su mirada… que le costaba rechazar.

—Haz lo que quieras —murmuró finalmente, sin levantar la vista.

Max se sentó a su lado, en silencio. Fingió leer uno de los libros que había sobre la mesa, pero Sofía notó cómo la observaba de reojo. Ella intentó ignorarlo, concentrarse en la textura del papel bajo sus dedos, en los trazos del dibujo que no había terminado. Pero su presencia era demasiado fuerte.

—¿Dibujas? —preguntó él, señalando el cuaderno que ella acababa de cerrar.

Sofía apretó los labios antes de responder.

—Un poco… Es algo privado.

Max asintió con seriedad. No insistió, no bromeó, no intentó arrebatarle el cuaderno como habrían hecho otros. Ese pequeño gesto —su respeto por el espacio de ella— la descolocó.

—¿Qué haces aquí, Max? —preguntó finalmente—. ¿Por qué te interesas en mí?

Él la miró con una intensidad que la obligó a bajar la vista. Por un instante, ella creyó ver una sombra en sus ojos. Como si la respuesta no fuera tan simple como aparentaba.

—Me cansé de lo mismo de siempre —dijo con sinceridad—. Tú eres diferente. Eso me gusta.

Sofía sintió cómo su corazón se aceleraba. No quería que esas palabras le afectaran. No quería creerlas. Pero lo hacían. Las palabras, el tono, la forma en que él la miraba… todo parecía real. Y eso era lo más aterrador.

—No soy como las chicas con las que tú sales —murmuró.

—Eso ya lo sé —dijo Max, con una pequeña sonrisa—. Y por eso estoy aquí.

Desde ese momento, Max no desapareció. Todo lo contrario. Se volvió parte de su rutina diaria. Comenzó a esperarla por las mañanas con un café en la mano. A sentarse junto a ella en el almuerzo —aunque eso significara alejarse de su grupo habitual—. Incluso la defendió cuando un par de chicos se burlaron de sus zapatos gastados.

—¿Algún problema con sus zapatos? —dijo con firmeza, su tono más cortante que nunca. Los chicos se alejaron de inmediato.

Sofía no dijo nada en ese momento, pero por dentro, algo se quebró. No por debilidad, sino porque ese gesto —tan simple, tan genuino— atravesó las defensas que llevaba años construyendo. Nadie la había defendido nunca. Nadie.

Y entonces llegó aquella tarde lluviosa.

Las clases habían terminado y el cielo había explotado en una tormenta repentina. Sofía no tenía paraguas. Se encogía bajo su mochila, intentando correr hacia la parada de autobús cuando lo vio.

Max, esperándola bajo la lluvia.

Empapado, con el cabello pegado a la frente y una chaqueta en la mano.

—No quiero que te mojes —dijo, colocándosela sobre los hombros sin pedir permiso.

Sofía se quedó quieta. El calor de la tela, el gesto, el modo en que sus dedos rozaron su piel… todo fue demasiado. Temblaba, pero no solo por el frío. Sentía una mezcla de miedo, ternura y una esperanza que no sabía que todavía llevaba dentro.

—Gracias —susurró, sin poder sostenerle la mirada.

Max no respondió. Solo sonrió. No era su sonrisa de siempre. No era la que usaba en las fiestas ni la que colgaba en su I*******m. Era lenta. Suave. Como si solo existiera para ella.

Y, por primera vez, Sofía sonrió también.

Una sonrisa temblorosa, pequeña, como una flor que se atreve a brotar tras una larga sequía.

No sabía que ese era solo el comienzo.

El primer paso hacia un amor tan dulce como peligroso.

Porque los corazones frágiles, cuando se abren, lo hacen con toda el alma

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