El sol apenas lograba filtrarse entre las cortinas, tiñendo la habitación de un tono dorado suave, casi melancólico. Sofía abrió los ojos lentamente, sintiendo el calor en su piel, un calor que no provenía del amanecer sino del recuerdo ardiente de la noche anterior. Por unos segundos, todo parecía perfecto: el silencio, la calma, la sensación del cuerpo de Max aún tibio a su lado. Pero esa ilusión duró poco. En cuanto su mente volvió a conectar con la realidad, una punzada amarga le atravesó el pecho.
No fue solo deseo lo que había ocurrido entre ellos. Había sido más. Una rendición, un salto al vacío que ella juró no volver a dar jamás. Y, sin embargo, lo había hecho.
Giró la cabeza lentamente. Max dormía a su lado, con el rostro sereno, ajeno al torbellino que la consumía. Sus pestañas oscuras descansaban sobre su piel bronceada, y su respiración tranquila contrastaba con la agitación que sentía Sofía por dentro. Durante un instante, quiso creer en esa imagen. Quiso creer que él ha