La oficina de Sofía se había convertido en su santuario. Era el único lugar donde podía refugiarse del caos que la perseguía desde aquella noche. Entre los cristales fríos y las luces blancas del edificio, se sentía protegida. Allí era invencible, la jefa implacable, la mujer que nadie podía tocar. O al menos, eso quería creer.
El sonido del teclado de su computadora era su única compañía. Cada golpe de tecla era un intento desesperado por acallar los pensamientos que la atormentaban. Pero por más que se concentrara en los números, en los contratos, en los correos pendientes, una imagen regresaba una y otra vez a su mente: Max.
Su rostro aparecía con una nitidez que la desarmaba. Esa mirada firme, intensa, que siempre había tenido el poder de atravesarla. La forma en que pronunciaba su nombre, la calidez de su voz grave… y, sobre todo, el recuerdo de la pasión desbordante que los había envuelto la noche anterior. Podía sentirlo aún, como si su piel guardara la memoria exacta de cada c