La mañana siguiente amaneció con una calma engañosa. Los primeros rayos del sol se filtraban entre las cortinas del dormitorio, dibujando líneas doradas sobre las sábanas revueltas. Sofía abrió los ojos lentamente, como si temiera enfrentarse a la realidad. El silencio era absoluto, solo interrumpido por el sonido lejano del tráfico y su propia respiración irregular.
Max dormía a su lado, con el rostro relajado, sin rastros del deseo y la intensidad que la noche anterior habían marcado cada beso, cada caricia. Sofía lo observó unos segundos, intentando entender cómo había llegado hasta allí. Había pasado años construyendo muros a su alrededor, años jurándose que nunca más volvería a ser vulnerable ante él, y sin embargo, una sola noche había bastado para derrumbar todo.
Se levantó sin hacer ruido. Caminó descalza hasta el baño, y al mirarse en el espejo, apenas se reconoció. Su piel aún conservaba las marcas del contacto, los rastros de una pasión que había desatado tanto placer como