El aire del restaurante seguía impregnado de una tensión tan densa que parecía imposible respirar con normalidad. Max la observaba, cauteloso, como si cada movimiento suyo pudiera provocar una reacción impredecible. Sofía mantenía la mirada fija en el vino frente a ella, intentando recuperar el control que él parecía arrancarle con solo mirarla. Sus labios aún temblaban, no por miedo, sino por todo lo que contenía desde hacía años.
La confesión de Max había caído como una chispa sobre un terreno seco. Bastó un “te amo” para incendiarlo todo. Sofía, en silencio, luchaba contra la necesidad de creerle. Y Max, al verla tan hermética, sentía que cada segundo era un desafío para no perderla otra vez.
El sonido de la música del restaurante era apenas un murmullo, un eco distante que se desvanecía entre ellos. Lo único que existía en ese instante era esa conexión latente, peligrosa, que ni el tiempo ni el dolor habían logrado romper.
—Sofía —rompió él el silencio, su voz baja pero firme—, no