Capítulo 3
Volví con el brazalete en la mano. Apenas empujé la puerta del salón, estallaron vítores:

—¡Bienveni...!

La sonrisa entusiasta de Fernando se congeló en cuanto me vio.

—¿Tú?

Parecía que jamás se imaginó que realmente le devolvería el brazalete.

Cuando se lo extendí, vaciló por un segundo, confundido. Aun así, lo tomó.

Se inclinó hacia mí y, en voz baja, murmuró al oído:

—Ofelia, por todo lo que alguna vez hice por ti… no vayas a arruinar esto. Lucía es una chica que necesita cariño y cuidados. No hagas nada que la incomode.

No le respondí.

¿Lucía era una chica? ¿Y yo qué soy?

Miré a ese hombre al que había amado durante más de diez años. El dolor me apretó el pecho como si me faltara el aire.

Diez minutos después, Lucía entró guiada por el mayordomo.

Los adultos comenzaron a charlar con afecto, las palabras fluyendo sin dificultad.

Tan bien les fue la conversación que pronto ya estaban discutiendo detalles de la boda.

Mientras tanto, Fernando, sentado junto a Lucía, se desvivía en atenciones.

No quedaba rastro de la arrogancia de un heredero Alfa: parecía un lobo domesticado, escondiendo las garras.

Ellos estaban tan entretenidos que, honestamente, ya no pintaba yo para nada.

No iba a quedarme allí perdiendo el tiempo, así que empecé a buscar el momento perfecto para escabullirme.

Pero entonces Lucía me miró con una dulzura inquietante:

—Tú eres Ofelia, ¿verdad? Claro que te recuerdo. ¡Eras toda una reina del baile en la escuela!

Me tomó por sorpresa. Agité las manos, incómoda:

—Gracias, pero eso es un poco exagerado… era solo una broma de los compañeros.

Pensé que dejarían el tema ahí, pero Lucía claramente no tenía intención de hacerlo.

—Para nada exagerado —dijo con una sonrisita—. Los del equipo decían que eras su diosa. ¡Todos querían confesarte su amor!

Antes de que pudiera decir algo, ella se volvió hacia Fernando y le dio un golpecito juguetón en el brazo:

—¿Y ustedes, que fueron tan inseparables desde niños, nunca sintieron una chispa?

Me acuerdo que siempre andaban pegados en la escuela. Todos juraban que ustedes acabarían con un vínculo de apareamiento.

Las miradas se clavaron en mí como cuchillas.

Sentí el ambiente espeso, raro. Tal vez era idea mía, pero la supuesta dulzura de Lucía me sabía... hostil.

Fernando negó con la cabeza, cortó un trozo de pastel de mousse y se lo ofreció a Lucía:

—Todo fue un malentendido. Aunque Ofelia sea mujer, para mí siempre fue como un hermano.

¿Quién se emparejaría con su mejor amigo? Eso sería rarísimo, ¿no?

Luego pareció acordarse de algo y soltó una carcajada:

—¿Te acuerdas cuando se subió al árbol y se cayó? Tenía la cara llena de lodo, lágrimas y mocos. O esa vez que se emborrachó y empezó a decir locuras, agitando los brazos como si estuviera lanzando hechizos… ¡Una locura!

Ya no aguanté más.

Sentí la cara ardiendo, sin saber si de vergüenza, de rabia, o de ambas.

—Tengo algo que hacer. Me voy —solté con voz dura, casi cortante.

Forcé una sonrisa hacia los mayores—. Disculpen.

Lucía miró a Fernando con carita lastimera:

—¿Dije algo que incomodó a Ofelia?

Fernando me fulminó con la mirada, furioso, como si yo fuera la que estaba cruzando una línea.

Antes de que pudiera abrir la boca, lo hice yo:

—Es solo que... tengo una cita romántica con mi crush. Si no salgo ya, llegaré tarde.

Fernando se quedó helado.

Su sonrisa desapareció como si nunca hubiera estado allí.
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