—¡Yo soy inocente! —exclamó Mayte, su voz resonando en la sala, llena de desesperación y angustia. Miró a Manuel, sus ojos suplicantes reflejaban el miedo que la consumía—. ¡Juro que no lo hice! Lo juro.
—¡Claro que te creo! —respondió Manuel, su tono firme pero cargado de preocupación.
Su corazón latía con fuerza, sintiendo la injusticia que estaba a punto de desatarse sobre ella.
Entonces, su mirada se desvió hacia Martín, quien se mantenía en la esquina con una sonrisa burlona, disfrutando del espectáculo que había creado.
—¡Deja estas idioteces! ¡Deja en paz a Mayte! —gritó Manuel, sintiendo que la rabia comenzaba a burbujear en su interior.
En ese preciso instante, los policías llegaron rápidamente, interrumpiendo la confrontación.
—Lo siento, Manuel —dijo Martín, su voz grave y autoritaria—. Eso lo hubieses pensado antes, tu prometida es una ladrona, y los ladrones deben pagar.
Las palabras del Martín fueron como un balde de agua fría, y Manuel sintió cómo la desesperación se apo