Al día siguiente, la mansión se sentía diferente, como si las paredes mismas estuvieran absorbiendo la tensión que se cernía sobre el ambiente.
Martín y Pedro llegaron, sus pasos resonando en el vestíbulo, y al entrar al salón principal, la atmósfera se volvió aún más pesada.
La abuela estaba sentada en su sillón favorito, una figura imponente que irradiaba autoridad y desdén.
A su lado, Ilse, su hija, se encontraba en silencio, esperando que ellos entraran, que Pedro, su esposo, suplicara a su madre por su perdón y entonces terminar con el estrés de esta agonizante situación.
Pedro y Martín se detuvieron en la entrada, sus miradas se cruzaron, y la consternación era evidente en sus rostros.
Sin embargo, la abuela parecía tan fría como el hielo, sus ojos azules fijos en Pedro, como si pudiera ver a través de él, desnudando su alma y sus secretos más oscuros.
Pedro, sintiendo el peso de la mirada de la anciana, se acercó con cautela.
—¡Suegra! —exclamó, dejando caer su cuerpo de rodilla