Ilse lanzó un grito desgarrador, su voz llena de incredulidad y rabia.
—¿Cómo te atreves?
Mayte, con una determinación que la sorprendía a sí misma, respondió con firmeza.
—Escúchame muy bien, ni Manuel, ni yo vamos a saltar de ningún balcón. Pero si sigues haciéndole daño a mi hombre, la única que saltará serás tú, y será porque yo te empujé. ¡Deja a Manuel en paz! Ahora lo defenderé de ti.
Con esas palabras, Mayte tomó la mano de Manuel, un gesto que él no esperaba, pero que le brindó una sensación de protección y unidad.
Ilse, tocándose la mejilla adolorida, no podía creer lo que estaba sucediendo.
La rabia y la confusión se entrelazaban en su mente.
Fue entonces, cuando ya estaban en una habitación, que la abuela Milena entró al estudio. Su mirada se posó en Ilse, y la atmósfera se volvió tensa.
—Madre, ¿qué escuchaste…? —preguntó Ilse, nerviosa, tratando de encontrar una salida.
—Iba a abofetearte, pero mi querida Mayte me ahorró el trabajo. Has defendido a un mediocre tantas vece