Ilse caminaba por el jardín con pasos nerviosos.
El viento movía las flores y el aire tenía ese olor húmedo de la tarde que precede a una tormenta.
Tomó del brazo a Victoria con firmeza y la apartó del resto.
La condujo hasta una esquina del jardín, donde los rosales se mecían suavemente bajo el cielo gris.
—¿Por qué te casarías con mi hijo, mujer? —preguntó de pronto, sin rodeos, con esa dureza que usaba para medir las intenciones de los demás—. ¿Es por su dinero?
Victoria se quedó inmóvil, sorprendida por la pregunta. Abrió los labios, pero la voz tardó en salir.
—¡No! —exclamó con un temblor en la voz—. Yo…
No terminó la frase.
En su mente resonó lo que no se atrevía a confesar: “Yo me enamoré de él.”
Ilse la observó con atención.
Había algo en la mirada de esa mujer que la desconcertaba: no veía codicia, sino una sinceridad que dolía. Victoria respiró hondo, recomponiéndose.
—Sé cómo cuidar a personas con discapacidad visual —explicó con calma—. He trabajado con ellos. Además, habl