Ilse tomó del brazo a Victoria con una firmeza que rozaba la desesperación.
Ambas avanzaron lentamente por el pasillo hacia la sala donde los esperaba Martín. Afuera, el viento golpeaba las ventanas, el invierno llegando a la ciudad.
—Hijo —dijo Ilse con voz entrecortada—, Martín… aquí llegó tu novia, tu amada Thea.
Martín giró su rostro hacia la dirección de la voz. Una tenue sonrisa se dibujó en sus labios.
Su ceguera no le impedía sentir la emoción que vibraba en el aire. Su corazón, frágil y esperanzado, latía con fuerza.
Manuel, en cambio, se quedó paralizado.
El horror cruzó su rostro.
Dio un paso adelante, tomó del brazo a su madre y la apartó unos metros, susurrando con furia contenida:
—¿Qué malditas cosas estás haciendo, madre?
Ilse lo miró fijamente, con lágrimas contenidas en los ojos.
—¡Estoy salvando a tu hermano! —le gritó en un susurro desesperado—. ¿O prefieres verlo morir como tu pobre padre?
Las palabras le atravesaron el alma. Manuel retrocedió un paso.
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