Fely estaba en la comisaría, con el rostro empapado en lágrimas y el corazón deshecho. No dejaba de temblar.
El sonido de los barrotes, el murmullo de los oficiales, el eco del dolor ajeno... todo la hacía sentir como si estuviera atrapada en una pesadilla sin fin.
—Por favor... —susurraba una y otra vez—. No puede estar pasando esto.
Tomó el teléfono con manos temblorosas. Marcó el número de Pedro, una, dos, tres veces… pero nadie contestó.
—Por favor, contesta... Pedro, no me dejes sola —sollozaba con la voz quebrada.
Y fue entonces que la puerta se abrió. Él apareció. No Pedro… Martín.
Su figura llenó la estancia, imponente, con la rabia en el alma y la decepción en los ojos.
—¡Martín! —gritó Fely al verlo—. ¡Ayúdame, por favor! Sácame de aquí, no puedo quedarme en este lugar.
Martín no se movió. Su mirada era fría, cruel, casi desconocida.
—¿Ayudarte? —repitió con ironía—. ¡Tú... falsa, embustera! Arruinaste mi vida, Ofelia. Arruinaste también la de mi madre. ¡Y todavía tienes el d