—¡Mayte! —Manuel gritó con toda la fuerza que le quedaba. Su voz resonó por el pasillo blanco del hospital como un eco desesperado.
El dolor en su cuerpo era insoportable, pero el dolor del alma lo estaba consumiendo más. Trató de incorporarse, pero una punzada en el pecho lo obligó a volver al colchón.
Del otro lado de la habitación, su madre, Ilse, lo sujetó por los hombros, suplicándole con la mirada.
—Hijo, por favor... Cálmate. No puedes moverte, estás débil, todavía no te has recuperado.
—¿Por qué, madre? —Manuel la miró con los ojos vidriosos, rotos por dentro—. Dime, ¿por qué tengo que perder todo lo que amo? ¿Por qué me lo quitan todo? ¡Tú sabes lo que siento por ella!
Golpeó el colchón con rabia.
—¿Por qué no te importa que yo sufra?
Ilse rompió en llanto. Lo amaba más que a su propia vida, pero no sabía cómo detener el caos que su otro hijo había provocado.
—¡Claro que me importa! —respondió entre sollozos—. Me importa más de lo que imaginas. Pero, Martín... Martín va a ente