Mayte corrió desesperada hacia los establos.
Sus pies apenas tocaban la tierra húmeda mientras el viento le azotaba el rostro, pero nada de eso le importaba.
Nunca había montado un caballo en su vida, pero el instinto de madre la empujaba más allá del miedo.
No iba a permitir que su hijo muriera frente a sus ojos.
Su respiración era un torbellino, y sus sollozos desgarraban su garganta.
Cada relincho del animal que llevaba a su pequeño retumbaba en sus oídos como un eco de muerte.
Martín y Manuel llegaron corriendo tras ella. Ambos, con el corazón desbordando adrenalina, montaron caballos sin pensarlo dos veces.
El suelo tembló bajo los cascos cuando partieron a toda velocidad.
—¡Traeré al niño! —gritó Manuel con una voz tan fuerte que se mezcló con el viento.
Mayte, entre lágrimas, lo miró con desesperación.
—¡Sálvalo! —suplicó, con un nudo en el pecho—. Salva a nuestro hijo, Martín, no dejes que muera…
Martín, con los ojos rojos por la rabia, apretó las riendas y espoleó a su caballo