Atacada

¡Escándalo!

Director de la empresa láctea “Meyer” se casa con misteriosa mujer

Ese era el enorme encabezado que brillaba en la pantalla del celular de Salvador Meyer apenas lo tomó entre sus manos. Sin embargo, no era lo único escrito: las letras grandes iban acompañadas de un artículo que ardía como leña en medio del fuego mediático.

"Ante las miradas atónitas de todos los invitados, incluida la del padre del director Salvador Meyer, una misteriosa mujer hizo presencia en lo que se catalogaba como la boda del año. Recordemos que la señorita Mónica, además de trabajar para la empresa láctea dirigida por su prometido, también era una cotizada modelo que llevaba más de un año comprometida con el empresario de treinta y dos años.

¿Qué sucedió realmente? ¿Por qué la señorita Mónica no apareció en la boda? ¿Y por qué Salvador Meyer tomó la precipitada decisión de casarse con otra mujer?

Se presume que la mujer que ocupó el altar habría sido la amante secreta del heredero y que, al descubrirlo, la prometida decidió huir. Sin embargo, nada está confirmado. Lo único cierto es que la nueva esposa de Salvador Meyer está siendo vista como una oportunista, una mujer despreciable por toda una sociedad que adoraba a la señorita Mónica."

La sangre de Salvador hervía al leer aquellas líneas. Con un movimiento brusco, dejó el celular sobre el escritorio de madera oscura y se llevó las manos a la cabeza, dejando escapar una exhalación larga, pesada. Nadie sospechaba lo que en verdad había ocurrido. Ni la prensa, ni los invitados, ni siquiera su propio padre. Nadie sabía que Mónica lo había abandonado para huir con otro.

La prensa culpaba a Cristina. La señalaban como la amante, la intrusa, la destructora de un compromiso perfecto. Y aunque aquello era mentira, para Salvador resultaba casi conveniente: si el mundo creía que Cristina era la villana de la historia, entonces nadie tendría que saber que él, Salvador Meyer, había sido humillado en el altar.

Su ego no podía permitirse semejante derrota. No dejaría que su nombre quedara arrastrado por el suelo, mucho menos por una mujer como Mónica. La odiaba con todo lo que era, con cada fibra de su ser. Jamás la perdonaría. Jamás olvidaría la humillación.

—Maldita seas… —masculló entre dientes, con la mirada fija en el vacío.

Le había dado todo. Regalos, viajes, vestidos. Incluso el lujoso departamento en el que ella vivía había sido un obsequio suyo. ¿Quién sabía cuántas veces había ensuciado ese lugar, llevándose a otro hombre mientras él, como un idiota, creía en sus palabras de amor?

Un nudo de rabia le apretó la garganta. Tensó la mandíbula y, sin contenerse más, golpeó con fuerza el escritorio. El estruendo retumbó en las paredes del despacho, pero la furia en su interior no disminuyó. Alzó la vista y se encontró con la fotografía de Mónica que descansaba sobre la repisa: ambos abrazados, besándose, en un crucero de lujo que él había pagado para celebrar su cumpleaños. Ese mismo lugar donde, de rodillas, le había pedido matrimonio, y donde ella, con ojos fingidamente enamorados, había aceptado.

La respiración de Salvador se agitó. Se levantó con un impulso feroz, tomó el marco con la foto y lo arrojó al suelo. El vidrio se hizo añicos, desperdigándose por la alfombra. Estuvo a punto de pisar la imagen, de destrozar con su zapato el rostro sonriente de Mónica, cuando un golpe en la puerta lo detuvo.

—¡¿Qué demonios quieres?! —exclamó, sin apartar la mirada de la fotografía rota.

La voz tímida de una empleada atravesó la puerta.

—Perdone que lo moleste, señor, pero… acaba de llegar su padre.

La sola mención de ese hombre bastó para que Salvador sintiera un escalofrío recorrerle la espalda. Su sangre se congeló. La visita de su padre nunca era un buen presagio. Y ahora, después del escándalo de la boda, estaba seguro de que había venido a juzgarlo, a cuestionar si su matrimonio era real o tan solo una farsa.

No permitiría que nadie más se burlara de él, mucho menos su padre. Con un esfuerzo por recobrar la compostura, respondió:

—Dile que bajo en un instante.

La empleada asintió, pero cuando estaba a punto de marcharse, Salvador la llamó de nuevo.

—Avisa también a Cristina.

El silencio al otro lado de la puerta duró apenas un par de segundos, pero fue suficiente para que la tensión aumentara. Entonces, la voz de la mujer sonó con cautela:

—Señor… su esposa no se encuentra en la casa.

—¡¿Qué?! —bramó Salvador, abriendo la puerta de un golpe. Sus ojos, inyectados de furia, se clavaron en la señora de la limpieza, que retrocedió un paso, temblando.

—Repítelo —ordenó, con una voz baja pero cargada de amenaza.

La mujer tragó saliva.

—Dijo que no tardaría en volver… que solo iría por unas cosas y estaría aquí antes del almuerzo.

—¿Antes del almuerzo? —repitió Salvador con incredulidad, como si las palabras mismas fueran un insulto. Su respiración se volvió errática—. ¿Y con qué derecho se largó sin avisar?

Se dio media vuelta, regresó al escritorio y tomó su celular. Con un movimiento brusco marcó un número y llevó el aparato a la oreja.

—Dígame, señor —contestó la voz de uno de sus guardias personales.

—¿Se puede saber qué mierd@ están haciendo? —rugió Salvador, haciendo que incluso el teléfono temblara en su mano.

—Señor, disculpe, no entiendo a qué se debe su enojo. Hemos estado aquí parados, vigilando como corresponde…

—¿Vigilando? —escupió la palabra —. Entonces, ¡¿dónde carajos está mi esposa?!

Hubo un silencio incómodo antes de que el guardia respondiera con voz temblorosa.

—La señora dijo que tenía que ir por unas cosas y que volvería pronto… no creímos necesario seguirla.

La rabia de Salvador explotó como dinamita.

—¿¡Cómo pudieron dejarla ir así?! ¡Son un par de inútiles! ¿Para eso les pago? —golpeó el escritorio con el puño, sintiendo que la furia le quemaba la garganta—. ¡Más les vale encontrarla antes del mediodía o sus cabezas rodarán! ¿¡Lo han entendido?!

—S-sí, señor —respondió el jefe de los guardias, con un hilo de voz.

Salvador no esperó más. Colgó la llamada de un golpe y lanzó el celular contra el sillón más cercano. Se quedó de pie, respirando con dificultad, mientras el despacho entero parecía temblar con la magnitud de su furia contenida.

Cristina. Esa mujer… ¿cómo se atrevía a largarse así, a desaparecer en medio del escándalo, cuando lo único que debía hacer era quedarse a su lado para mantener las apariencias? El mundo entero podía creer que ella era una oportunista, una amante descarada, pero lo mínimo que esperaba de ella era obediencia. Y ahora, justo cuando más necesitaba mantener la farsa intacta, Cristina desaparecía como si no le importara nada.

La mandíbula de Salvador se tensó tanto que le dolió. Se pasó una mano por el cabello, tratando de controlar el impulso de destrozar todo lo que tenía enfrente. El recuerdo de la prensa, las risas contenidas de los invitados, la fría mirada de su padre… todo se mezclaba en un torbellino insoportable.

La humillación lo perseguía, lo ahogaba. Y ahora, además, Cristina jugaba con fuego.

——————

Mientras Salvador desbordaba su ira en la mansión, Cristina caminaba con más calma por las calles cercanas a su antiguo departamento. Aún llevaba puesto el mismo vestido con el que, apenas la noche anterior, había sellado un matrimonio forzado y turbulento.

Respirar aire fresco no me hará mal, se dijo a sí misma, sonriendo débilmente al observar los árboles florecidos, el perfume de las plantas y el bullicio de los niños que jugaban alrededor de un parque cercano.

—Solo espero que el dueño no haya tirado mis cosas… —murmuró en voz baja al llegar al frente del edificio.

Un suspiro escapó de sus labios antes de subir las escaleras hasta el piso que le correspondía. Tal y como lo había imaginado, en la entrada se encontraban varias cajas con sus pertenencias y, a un lado, unas maletas que contenían su ropa. Se inclinó, abrió una de ellas y confirmó que, en efecto, se trataba de lo suyo.

De pronto, un escalofrío la recorrió. Con cierta desesperación empezó a revisar entre las cajas, apartando objetos con brusquedad. Buscaba algo más valioso que cualquier vestido o zapato. Finalmente, abrió una pequeña caja de cartón y allí estaba: la muñeca tejida con aquellas manos que ya no existían en este mundo.

Cristina la llevó a su pecho con un suspiro de alivio. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Aquella muñeca era lo más preciado que tenía, lo único que le daba fuerzas para seguir adelante. ¿Cuántas veces le había servido de consuelo en los peores momentos? La había sostenido en silencio cuando recibió el diagnóstico médico que le cambió la vida. La había acompañado en interminables noches solitarias, cuando comía sola y se preguntaba si algún día lograría curarse.

Con el corazón un poco más tranquilo, cerró la caja y miró las maletas.

—Por ahora solo me llevaré la ropa —se dijo.

Tomó ambas maletas y bajó cuidadosamente las escaleras hasta llegar a la calle. Jalaba sus pertenencias sin notar que, a unos metros, varias personas la observaban con miradas de desdén. Al girar el rostro de reojo, reconoció a sus viejas vecinas, que murmuraban entre ellas con evidente indignación.

Parece que me he vuelto famosa, pensó Cristina, y decidió ignorarlas. Sin embargo, no había avanzado demasiado cuando un hombre alto, robusto y con semblante agresivo le bloqueó el paso.

—¿Se puede saber con qué derecho pisas este lugar? —le espetó el sujeto de enorme vientre.

Cristina respiró hondo antes de responder con calma:

—Buenos días. Como puede ver, solo estoy recogiendo mis pertenencias. No deseo problemas con nadie. Si me disculpa, por favor apártese del camino.

—¿Apartarse? —rió una mujer que se había acercado al escuchar la discusión—. ¡Eso debiste hacer tú antes de robarle el novio a la señorita Mónica!

Cristina parpadeó, incrédula.

—¿Quitarle el novio? —repitió con serenidad—. No entiendo de qué me acusan. En lugar de meterse en la vida de los demás, ocúpense de la suya.

—¡Malcriada! —gritó otra mujer—. ¡Es una quita maridos, qué esperaban!

—¡Yo no les he hecho nada! —exclamó Cristina, elevando la voz por primera vez—. Ni siquiera saben lo que realmente sucedió.

—¡No nos importa lo que digas, amante! —vociferó una vecina—. ¡Fuera de aquí! ¡Por mujeres como tú muchos hijos crecen sin padres! ¡Zorra, maldita!

Los insultos cayeron sobre ella como piedras.

—¡Fuera, zorra! —rugió el hombre robusto, animando a los demás a unirse a la agresión.

Cristina solo quería recoger sus cosas e irse en silencio, pero su destino parecía empeñado en arrastrarla al escándalo. El sujeto que la había insultado volvió a detenerla, esta vez con los ojos fijos en la maleta que llevaba.

—Deberíamos quemarle sus cosas —propuso con crueldad.

—¡Sí, quémenselas! —lo alentó otra mujer.

—¿Qué? ¡No! —exclamó Cristina, aterrorizada, al ver cómo le arrancaban la maleta de las manos. Otra mujer apareció con una botella de líquido inflamable, y una más sostenía una caja de cerillos.

—¡Alto! ¡No lo hagan! —gritó Cristina, intentando recuperar sus pertenencias. Pero el hombre la empujó con brutalidad, y ella casi cayó al suelo.

—¡Así pagan las zorras! —rió la mujer con los cerillos, encendiendo uno y acercándolo a la maleta. En cuestión de segundos, las llamas devoraban la tela y el olor a humo impregnaba el aire.

El corazón de Cristina se encogió. Lo peor llegó cuando escuchó otra voz burlona.

—¡Miren! ¡La zorra juega con muñecas!

La mujer del líquido inflamable había sacado la pequeña muñeca tejida. El hombre robusto la levantó con la intención de arrojarla al fuego.

—¡No! —gritó Cristina, corriendo hacia él. Lo sujetó del brazo, desesperada, y sin pensarlo le mordió la piel con fuerza.

—¡Ah, perr@! —rugió el hombre—. ¡Me está mordiendo!

El esfuerzo fue inútil. El sujeto, enfurecido, la tomó del brazo y la arrojó con brutalidad contra el suelo. Cristina cayó pesadamente, golpeándose la cabeza. Un dolor agudo le atravesó el cráneo, y pronto una mancha escarlata comenzó a teñir su frente. El mundo se volvió borroso y la oscuridad la envolvió.

Los presentes apenas lo notaron, entretenidos en el caos. El hombre estaba a punto de arrojar la muñeca al fuego cuando un disparo resonó en el aire. Luego, otro más.

—¡Al suelo! —gritó una voz autoritaria.

El estruendo paralizó a todos. El hombre robusto cayó de rodillas, reducido por un individuo vestido completamente de negro. Otro guardia apuntaba con un arma, espantando a los curiosos que se dispersaron entre gritos.

—¡Carajo… es la esposa del señor, y está herida! —exclamó el jefe de los hombres, corriendo hacia Cristina. La levantó en brazos con urgencia, mientras otro recogía la muñeca.

—El señor nos va a matar cuando la vea así… —susurró uno de ellos.

—Peor será si no llegamos a tiempo —respondió el que sujetaba al agresor.

—¡Por favor, no me hagan daño! Tengo una madre enferma —suplicó el sujeto robusto.

—¡Cierra la put@ boca! —le espetó el guardia, dándole un golpe que lo hizo callar de inmediato.

El tiempo apremiaba. En cuestión de segundos, los hombres abordaron el vehículo en el que habían llegado y partieron a toda velocidad rumbo a la mansión Meyer, llevando a Cristina inconsciente entre ellos.

El auto entró en la propiedad con un derrape que levantó polvo. Varios empleados observaron la escena con asombro. Entre ellos apareció Salvador, que salió al patio con el ceño fruncido.

—¡¿La encontraron?! —preguntó con rabia contenida.

El líder de los guardias asintió. Salvador se preparaba para gritarle a Cristina en la cara, para exigirle explicaciones por haberse marchado sin permiso, pero sus palabras murieron en su garganta.

Uno de los hombres descendió del vehículo con ella en brazos. Cristina estaba inconsciente, su frente cubierta de sangre, el rostro pálido, la muñeca aferrada contra su pecho.

Salvador quedó helado. Su respiración se entrecortó, y por un instante el mundo dejó de moverse.

—Fue atacada… —informó el guardia, con la voz grave.

Salvador sintió que el piso se desmoronaba bajo sus pies.

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