Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
Cuando Seth se marchó, supe que desde esa noche comenzaría una contienda por el control. Y estaba dispuesta a pelear por él, a no dejarlo ganar en su nuevo tablero. Decidí pasar por el vestidor, lo que hallé me dejó inmóvil y con la boca abierta. No había maletas, pero los estantes estaban llenos. Filas de vestidos de seda, blusas de mi marca favorita, zapatos de mi talla exacta y lencería de encaje francés que solía usar. Todo era nuevo. Un escalofrío me recorrió la espalda. No había comprado eso hoy. Llevaba tiempo preparándolo. Seth no solo quería mi deuda, llevaba años construyendo el escenario para atraparme. Me duché para quitarme el olor a derrota y tener un momento para mentalizarme para esa noche. Salí envuelta en una toalla, con el cabello goteando y el aroma a mi jabón favorito sobre mi piel. Porque incluso de ese detalle se había encargado Seth. Dejé caer la toalla sobre la alfombra y busqué una braga de encaje negro en el cajón. Estaba subiéndola por mis muslos cuando la puerta se abrió. Seth se detuvo en el umbral, con la mano aún en el pomo. No me cubrí. No le daría el gusto de verme intimidada. Me erguí, clavando mis ojos en los suyos. La habitación se llenó de una electricidad estática, pesada y sofocante. La mirada de Seth bajó, recorriendo mis piernas desnudas, mi vientre plano, mis pechos expuestos. Vi cómo su nuez de Adán subía y bajaba al tragar saliva con dificultad, y cómo sus nudillos se ponían blancos mientras sujetaba el pomo. Por un segundo, pensé que cruzaría la distancia y me tomaría allí mismo. Mi cuerpo, traicionero, se tensó esperando aquello. Su mirada despertó un calor familiar en el centro de mi vientre. Pero él no se acercó. Cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y apartó la mirada de mí con un desdén casi insultante. Se encerró en el baño y escuché el sonido de la ducha. Me puse una camiseta de tirantes y me metí en la cama inmensa, pegada al borde, fingiendo dormir. Cuando él salió, el colchón se hundió bajo su peso a mi lado. No me tocó. Mantuvo una distancia de centímetros que se sentía como metros de alambre de púas. Por un momento, sentí el silencio de la habitación tan denso que temí que pudiera escuchar lo fuerte que golpeaba mi corazón contra mi pecho. «Contrólate, Juliette» Justo antes de que el sueño me venciera, sentí su aliento caliente en mi nuca y escuché su voz ronca, profunda. —Buenas noches, Juliette. (***) Desperté con el cuerpo rígido y una sensación de vacío a mi lado. Las sábanas de Seth estaban frías. Se había levantado hacía horas. Me levanté, sacudiendo los recuerdos de la noche, y salí siguiendo el aroma a café recién hecho. Seth estaba en la cocina. Me detuve y tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para no rodar los ojos. Pero mi pulso se aceleró estúpidamente. Seth estaba de pie frente a la cafetera. Llevaba unos pantalones de pijama de franela gris que colgaban peligrosamente bajos en sus caderas, dejando ver la V perfecta de sus músculos pélvicos. Y, por supuesto, no llevaba camisa. «Maldito bastardo provocador» Su espalda era un mapa de músculos definidos que se movían bajo la piel bronceada. Tenía cicatrices nuevas, marcas de una vida dura que lo había transformado en este bloque de granito. Se giró al sentirme. De frente era aún más letal. Pectorales de acero y ese rastro de vello oscuro que desaparecía bajo la tela del pantalón. Pasé saliva. «Dios mío…» Me miró por encima de su taza y ocultó apenas una sonrisa burlona. —Si babeas en el mármol, tendrás que limpiarlo —se burló con su voz ronca. —¿Es necesario el espectáculo? —pregunté con frialdad, cruzándome de brazos—. Ponte una camisa al menos. Seth sonrió de lado, esa sonrisa arrogante que me daban ganas de borrarle a bofetadas. O a besos. Dejó la taza y caminó hacia mí hasta que invadió mi espacio personal. Me quedé inmóvil con el corazón latiendo como un caballo de carreras. Él se detuvo frente a mí, se inclinó y… abrió el cajón al lado de mi cadera para sacar una cuchara. —Es mi casa, Juliette, puedo hacer lo que me dé la gana —dijo antes de apartarse como si nada, dejando mi piel ardiendo. Era patético, ni siquiera me había tocado. —Vístete —ordenó, mientras servía café en una taza—. Salimos en veinte minutos. Me fuí al vestidor echando humo. No podía mentirme a mí misma. Si él lo deseaba, con esas tácticas sucias y provocadoras, me tendría en la palma de su mano. No podía quedarme atrás. Elegí mi armadura con cuidado. Un traje sastre blanco, inmaculado, con un corte afilado que se ajustaba a mi cintura. Me maquillé suave pero resaltando mis labios, ocultando cualquier rastro de duda. El viaje a la empresa fué un silencio tenso. Al llegar, entramos en el edificio como una tormenta. Los empleados, mis antiguos subordinados, nos miraban con una mezcla de curiosidad y lástima al ver que yo caminaba un paso detrás de él. Entramos en la oficina del CEO. La oficina que había sido de mi padre. Seth caminó directamente hacia el sillón principal de cuero y se sentó, adueñándose del espacio con una naturalidad insultante. Yo me quedé en el centro, aferrada a mi bolso, esperando. —Bien, ¿dónde me instalo? —pregunté con tono profesional—. Necesitaré mi antigua oficina de vicepresidencia si quieres que revise los balances. Seth soltó una carcajada corta y cruel. Se recostó en el sillón, mirándome como si hubiera contado un chiste. —¿Vicepresidencia? Juliette, no has entendido nada. No estás aquí para dirigir. Estás aquí para obedecer. Levantó un dedo y señaló hacia una esquina lejana de la habitación, pegada a la pared, lejos de la luz natural y sin ninguna privacidad. Allí, alguien había colocado un escritorio minúsculo, barato, de esos que se usan para pasantes temporales. La silla era de plástico simple. Parecía un mueble de juguete en medio del lujo de la oficina. —Ese es tu lugar —sentenció Seth, con una sonrisa depredadora—. Quiero tenerte ahí, justo bajo mi línea de visión. Quiero ver cada vez que respires, cada vez que te frustres, que te molestes... y quiero que recuerdes cada segundo quién es el dueño de tu vida ahora. Sentí la humillación quemarme las mejillas, pero alcé la barbilla. No le daría el gusto de verme llorar. —¿Esperas que trabaje ahí? —Espero que te sientes, te calles y empieces a ser útil —su mirada se oscureció, borrando cualquier rastro de humor—. Y para empezar, quiero un café. Negro. Sin azúcar. Ahora. Apreté mi mandíbula con fuerza y salí de la oficina dando un portazo.






