Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
El café estaba ardiendo, quemándome las yemas de los dedos a través del cartón del vaso, pero no solté una sola queja. Entré en la oficina pero Seth ni siquiera levantó la vista de los documentos que estaba revisando. Seguía sentado en su trono de cuero, irradiando esa autoridad oscura que hacía que el aire de la habitación se sintiera más denso. Caminé hasta su escritorio y dejé el café sobre la superficie con un golpe seco. —Negro. Sin azúcar. Seth detuvo su pluma en el aire. Alzó la vista lentamente, sus ojos negros encontrándose con los míos. No me dió las gracias. Simplemente tomó el vaso, dió un sorbo probándolo y luego hizo una mueca casi imperceptible. —Está tibio —dijo, dejándolo a un lado con desdén—. La próxima vez, corre más rápido. Apreté la mandíbula hasta que me dolieron los dientes. —La próxima vez, cómprate una cafetera para la oficina si lo quieres hirviendo —repliqué con una sonrisa falsa—. ¿Algo más, jefe? ¿O puedo ir a mi rincón de castigo? Los ojos de Seth brillaron con una mezcla de irritación y algo más... ¿diversión? Parecía disfrutar de mi resistencia. —Siéntate. Y empieza a organizar los archivos del caso Peterson. Quiero copias físicas de todo para antes del almuerzo. Caminé hacia el ridículo escritorio en la esquina, me senté en la ridícula silla de plástico y encendí la ridícula computadora portátil que me habían asignado. Durante las siguientes dos horas, fuí una autómata. Imprimí, engrapé y archivé, mientras él hacía llamadas millonarias a tres metros de mí, ignorando mi existencia como si fuera un mueble más. Pero yo no lo ignoraba a él. Lo observaba por encima de la pantalla. Veía cómo se pasaba la mano por el cabello cuando se frustrada, cómo se aflojaba el nudo de la corbata, cómo su voz cambiaba de tono para intimidar a sus interlocutores. Era brillante, tenía que admitirlo. Pero también era despiadado. A las once, se levantó de golpe. —Reunión de la junta directiva —anunció, abrochándose el saco—. Lleva un cuaderno y sígueme. Vas a tomar notas. —¿Notas? —me levanté, indignada—. Seth, fuí la vicepresidenta de operaciones de esta empresa. Conozco a los miembros de la junta mejor que tú. No voy a entrar ahí como una secretaria. —Entrarás como yo diga que entres. O puedes quedarte aquí y explicarle a Julian por qué su deuda acaba de reactivarse. Lo fulminé con la mirada, agarré un bloc de notas como si fuera un arma y lo seguí. La sala de juntas estaba llena. Los rostros de los directivos, hombres que me habían visto crecer, se llenaron de incomodidad al verme entrar caminando dos pasos detrás del nuevo dueño. Mantuve la cabeza alta, y me senté en una silla auxiliar pegada a la pared, lejos de la mesa principal. La reunión fué tensa. Seth no tenía piedad. Estaba desmantelando viejas estrategias, cortando presupuestos y exigiendo resultados inmediatos. —El contrato con la naviera BlueHorizon —dijo Seth, proyectando un gráfico en la pantalla—. Es un lastre. Tienen una cláusula de exclusividad que nos impide expandirnos al mercado asiático. Voy a cancelarlo hoy mismo. Hubo un murmullo de preocupación en la sala, pero nadie se atrevió a hablar. Nadie quería contradecir al tirano. Nadie excepto yo. Sabía que BlueHorizon era vital. Si cancelaba ese contrato, perderíamos las licencias de importación federales que estaban vinculadas a él. Era un tecnicismo legal antiguo que Seth, por muy brillante que fuera, desconocía porque no estaba en los libros contables. —Eso sería un error —dije. Mi voz cortó el silencio de la sala como un cuchillo. Todas las cabezas se giraron hacia mí. Seth se detuvo en medio de su presentación. Se giró muy despacio, con una expresión que prometía asesinato. —¿Disculpa? Me levanté, alisando mi falda blanca. No me iba a acobardar. —El contrato con BlueHorizon —expliqué con calma profesional—. La cláusula de exclusividad está vinculada a nuestras licencias federales. Si cancelas el contrato, las licencias se revocan. La empresa quedará paralizada en aduanas durante seis meses. Perderás millones, no ahorrarás nada. Seth me miró fijamente. El silencio era absoluto. —¿Estás segura? —preguntó, su voz bajando a un tono peligroso. —Revisa el contrato original. Página doce, párrafo tres. Seth abrió la carpeta que tenía frente a él. Pasó las páginas con violencia, leyó el trato y ví cómo su mandíbula se tensaba. Tenía razón. Y él lo sabía. Cerró la carpeta de golpe. —Mantendremos el contrato por ahora —dijo a la sala, sin mirarme—. Siguiente punto. Me volví a sentar, sintiendo una pequeña victoria arder en mi pecho. Había salvado su dinero, pero había herido su ego. Y sabía que iba a pagar por ello. (***) El camino de regreso a la oficina fué un campo minado. Seth caminaba tan rápido que casi tuve que correr para seguirlo. Entró en el despacho y cerró la puerta con tanta fuerza que los cristales vibraron. —¿Te crees muy lista? —gruñó, girándose hacia mí como un león enjaulado. —No me creo lista, Seth. Lo soy —repliqué, dejando el cuaderno sobre su escritorio—. Te acabo de salvar de un desastre legal. Deberías darme las gracias en lugar de gritar. —Me has contradicho delante de mi junta directiva —avanzó hacia mí, acorralándome contra el borde de su escritorio—. Estás aquí para obedecer, no para opinar. —Estoy aquí para pagar una deuda, no para dejar que hundas la empresa por tu arrogancia. No retrocedí. Me mantuve firme, aunque tenerlo tan cerca, respirando su furia, hacía que mi corazón galopara. —Compraste mi cuerpo y mi tiempo, Seth, pero estás muy equivocado si crees que tienes más poder que ese sobre mí —mi mirada se suavizó y una pequeña sonrisa provocadora curvó mis labios—. Te solía gustar que fuera inteligente, ¿recuerdas? Decías que era lo que más te excitaba de mí… La mención del pasado fue como echar gasolina al fuego. La expresión de Seth cambió. Su molestia se mezcló con algo más oscuro, denso. Una lujuria violenta que oscureció su mirada y me hizo estremecer. Dió un paso más, eliminando cualquier distancia entre nosotros. Mis caderas chocaron contra la madera del escritorio, atrapada entre el mueble y su cuerpo duro. Podía sentir el calor que emanaba de él, la tensión de sus muslos rozando los míos. —Tienes una boca imprudente, Juliette —susurró, y su mirada cayó a mis labios. —No recordaba que tuvieras un ego tan frágil, Seth —susurré de vuelta, desafiante, aunque mis piernas temblaban. Seth levantó la mano, sus dedos grandes y ásperos se cerraron alrededor de mi barbilla, obligándome a alzar la cara. El agarre era firme, posesivo, y el tacto de su piel hizo arder la mía. Se inclinó sobre mí hasta que sus labios quedaron a milímetros de los míos. Podía sentir su respiración entrecortada mezclarse con la mía. La tensión sexual estalló en la habitación, asfixiante y adictiva. Mi cuerpo gritó que lo besara. Que cerrara esa distancia y probara su boca. Y ví en sus ojos que él quería lo mismo. Quería devorarme tanto como quería destruirme. —No me tientes, bonita —gruñó contra mi boca, su pulgar acariciando mi labio inferior con una rudeza deliberada—. No juegues conmigo. Porque si me provocas, te demostraré que tu inteligencia no te servirá de nada contra lo que quiero hacerte. Esa vez, fuí quien se acercó a él, acortando la poca distancia entre su pecho y el mío. —¿Y qué quieres hacerme, Seth?






