La noche se había vuelto más silenciosa que de costumbre. No era la calma del descanso, sino esa quietud cargada que anuncia un cambio inminente.
Gael lo sentía en la piel. En la sangre y en los huesos.
Desde que dejó de beber los tés que Lidia le preparaba cada noche, algo había empezado a removerse dentro de él. No solo pensamientos. No solo dudas.
Memorias.
Aquellas que dormían en lo más profundo, envueltas en neblina.
Esa noche no logró dormir. Caminó por los pasillos del Ala Norte de la residencia Alfa, donde nadie solía pasar entrada la madrugada. Estaba descalzo, con un pantalón de lino oscuro y una camisa abierta, apenas sujetada a la altura del pecho. La luz de la Luna entraba por los ventanales altos, cortando la penumbra en franjas plateadas.
Se detuvo al pasar junto al viejo espejo del pasillo.
Y entonces… ocurrió.
Una vibración súbita le oprimió el pecho. Una punzada aguda detrás de los ojos.
Y la realidad se quebró.
El pasillo desapareció.
La Lun