La habitación de Nara estaba iluminada por una luz cálida que se colaba por las cortinas de lino. Sobre la cama había un montón de vestidos antiguos: sedas color marfil, encajes empolvados por el tiempo, lentejuelas que brillaban bajo el foco. El aire olía a perfume de flores y a recuerdos.
Eleonor, sentada en el borde de la cama, observaba a su hija con una sonrisa cargada de ternura.
—Hija… —dijo con dulzura—. No sabes lo feliz que me hace verte tan ilusionada con tu boda.
Nara, con un vestido de satén en la mano, se giró hacia su madre. Su rostro estaba iluminado, los ojos le brillaban con una mezcla de amor y nervios.
—Sí, mamá… —respondió con un suspiro leve—. Realmente nunca he estado tan feliz. Siento que todo va exactamente bien con Nathan.
—¿De verdad? —preguntó Eleonor, curiosa.
—Sí. Fui a su oficina la otra mañana… —Nara sonrió con cierta picardía— y… le robé un beso.
Eleonor arqueó una ceja divertida.
—¿Y qué hizo él?
—Nada —rió—. No se apartó, mamá. No me rechazó.
Eleono