LÍA
Cuando Dalton y yo salimos de la habitación, lo hicimos como dos ladrones que creen que nadie se ha dado cuenta de lo que hicieron. Pero bastó un vistazo a la sala para saber que no teníamos escapatoria. Habían escuchado como Dalton me había destrozado en la cama.
Ahí estaban las tías, Amanda e incluso Diego, todos sentados, mirándonos con sonrisitas que decían mucho más que mil palabras. Esa clase de sonrisas que solo tienen los cómplices cuando saben exactamente por qué cerraste la puerta con seguro y desapareciste media hora. Dalton me apretó la mano con fuerza, como si de alguna manera pudiera transmitirme valor a través de los dedos. Yo sentía las mejillas ardiendo.
— Mira nada más, qué juventud —. Dijo la tía Clara, llevándose el abanico a la cara como si se muriera de calor—. Una ni puede concentrarse en hablar por teléfono y ustedes ya se escapan a “arreglar sus asuntos”.
— Clara, por favor —. Intervino la tía Magdalena, aunque con un brillo pícaro en los ojos—. No seas ma