LÍA
Miré por la ventanilla. Las luces bailaban, el viento me despeinaba y las lágrimas seguían cayendo, pero ya no por miedo, sino porque por fin podía respirar. Era libre. Libre de mi papá, de John Douglas, de todos los secretos y las trampas, de todo lo que me había retenido desde niña.
Dalton giró en una avenida secundaria, acelerando un poco más, como si corriéramos una carrera contra el destino. Me reí entre lágrimas, con la risa aguda de alguien que acaba de sobrevivir a un huracán y todavía no puede creérselo.
— ¿Sabes a dónde vamos? —Me preguntó, me limpié el resto de las lágrimas con el dorso de mi mano. Nunca había experimentado lágrimas de felicidad y era bastante liberador.
— A donde nadie pueda encontrarnos. Pero primero, a buscar un juez y casarme contigo —. Me lanzó esa sonrisa torcida, esa de chico malo que siempre me derrite, y de pronto no tuve más miedo. Si el amor era esto, la locura, la fuga, el vértigo y la certeza de tener la mano de Dalton aferrada a la mía, en